Tepoztlán is a Place of Duality
Tepoztlán es un lugar de dualidad
Para leer la versión en español, desliza hasta abajo.
The mountains that cradle the Sacred Valley appear about an hour and a half south from CDMX on the way to Cuernavaca, a jagged signal of approach to the Tepozteco range: volcanic cliffs with knife-sharp edges, impatiently carved into the horizon. I’ve seen them dry as bone, torched by heat waves and pyromaniacs, sparked by a half-lit joint, or—if you believe the rumors—lit by locals themselves to force government attention. When the flames take hold, ash rains on cobblestones and smoke settles thickly above the terracotta roofs. Volunteer brigadiers climb the ridges with nothing but shovels, machetes, and buckets, carving trenches into blackened soil to stop the fire’s advance. After days of labor, the mountains are saved, but at the cost of kilometers of forest, left charred against the sky.
But eventually the rains come and everything shifts. Ferns unfurl, mushrooms break through damp earth, vines surge as if the fire had never happened. Wildflowers scatter their colors across the slopes, luring bees and butterflies. Torrents of water tear down the hills, flooding Tierra Blanca’s humble homes, sliding through the gated fincas of Valle de Atongo, cutting across the cemetery and the old aquifer near Camino de Meztitla, pushing southward, wild and uncontained, who knows where.
For decades, the valley has been Mexico’s refuge for seekers. Ayahuasca shamans, iboga healers, craniosacral therapists, constellation guides—some with thirty years of quiet work known only by word of mouth, others arriving with the full pageantry of Instagram credentials. Stories of miraculous cures blend with tales of brutal breakdowns. You’ll hear of people called graniceros, struck by lightning and charged with controlling the weather. You’ll enter makeshift temazcales glowing in backyard gardens, drink sacred chocolate during Mayan rituals and, if bold enough, participate in Lakota-inspired survival rites that last through many nights. Angels and Aztec gods share space here, stitched into syncretic ceremonies that refuse to die.
Simultaneously, another Tepoztlán thrives, the kind that fits neatly into international travel magazines. Boutique hotels with plunge pools and spas priced in dollars. Cocktail bars that win design awards. Restaurants serving thick cuts of imported beef that locals have never tasted before. Here, exclusivity hides behind ten-foot volcanic walls. Most of these visitors never get to climb the Tepozteco pyramid, perched on a cliff above town. Built in the 12th century to honor Ometochtli-Tepoztécatl, god of pulque and fertility, it is a feat of engineering that defies logic—stone hauled up impossible cliffs with makeshift tools, carved into permanence. Some call it proof of ancient skill, others say it was the result of interstellar help. UFO sightings have been reported here for decades. The myth thickens with the disappearance of Jacobo Grinberg Zylberbaum in 1994, the neuroscientist who vanished somewhere between Cuernavaca and Tepoztlán, leaving behind theories that he slipped through a multidimensional portal or sucked into a spaceship that never returned.
I lived here for almost two years, long enough to taste both versions of the town colliding. Indigenous ceremonies and organic markets on one side, fancy menus and foreign products on the other. Both true, contradictory, held in place by the same mountains. For me, Tepoz carries another weight. It was supposed to be my mother’s last trip, but she never made it. I brought her ashes instead, scattering them where the cliffs feel eternal, where the valley opens like an embrace. It will forever be a place for sacred peregrination.
Las montañas que custodian el Valle Sagrado aparecen a poco más de una hora y media al sur de CDMX, camino a Cuernavaca, un anuncio abrupto de llegada a la sierra del Tepozteco: una serie de acantilados volcánicos con bordes filosos, esculpidos con impaciencia en el horizonte. Las he visto secas como hueso, incendiadas por olas de calor y pirómanos, encendidas por un cigarro a medio fumar o—según los rumores—prendidas por los propios pobladores para exigir atención gubernamental. Cuando el fuego prende, ceniza llueve sobre los adoquines y el humo se posa espeso sobre los techos de terracota. Brigadistas voluntarios trepan las laderas armados solo con palas, machetes y cubetas, abriendo trincheras en la tierra ennegrecida para detener el avance de las llamas. Tras días de labor, las montañas se salvan, pero a costa de kilómetros de bosque, reducido a esqueletos contra el cielo.
Eventualmente llegan las lluvias y todo cambia. Los helechos se despliegan, los hongos brotan de la tierra húmeda, las enredaderas avanzan como si el fuego jamás hubiera ocurrido. Las flores silvestres pintan de colores las laderas y atraen abejas y mariposas. Torrentes de agua desgarran los cerros, inundan las casas humildes de Tierra Blanca, atraviesan las fincas de Valle de Atongo, se abren paso por el panteón y el viejo acuífero del Camino de Meztitla, y siguen hacia el sur, salvajes e incontrolables.
Durante décadas, el valle ha sido refugio mexicano para los buscadores espirituales. Chamanes de ayahuasca, sanadores con iboga, terapeutas craneosacrales, guías de constelaciones familiares—algunos con treinta años de trabajo silencioso conocido solo de boca en boca, otros llegando con la escenografía completa de credenciales digitales. Historias de curaciones milagrosas se mezclan con relatos de quiebres brutales. Escucharás de graniceros, personas alcanzadas por un rayo y encargadas de controlar el clima. Entrarás a temazcales improvisados en jardines, beberás cacao sagrado durante rituales mayas y, si tienes la osadía, participarás en ritos de supervivencia inspirados en los Lakota que duran noches enteras. Ángeles y dioses aztecas comparten espacio aquí, cosidos en ceremonias sincréticas que se niegan a morir.
Al mismo tiempo, otro Tepoztlán prospera, el que aparece en las revistas internacionales de viajes. Hoteles boutique con albercas privadas y spas cotizados en dólares. Bares de coctelería que ganan premios de diseño. Restaurantes que sirven cortes gruesos de carne importada, desconocidos para la mayoría de los locales. Aquí la exclusividad se esconde detrás de muros volcánicos de tres metros. Muchos visitantes nunca llegan a subir la pirámide del Tepozteco, encaramada en un risco sobre el pueblo. Construida en el siglo XII en honor a Ometochtli-Tepoztécatl, dios del pulque y la fertilidad, es una obra de ingeniería que desafía la lógica: piedras arrastradas por precipicios imposibles con herramientas rudimentarias, talladas hasta volverse permanentes. Algunos lo llaman prueba de habilidad ancestral, otros insisten en ayuda interestelar. Los avistamientos de ovnis se reportan aquí desde hace décadas. El mito se intensifica con la desaparición de Jacobo Grinberg Zylberbaum en 1994, el neurocientífico que se desvaneció en algún punto entre Cuernavaca y Tepoztlán, dejando teorías de portales multidimensionales o naves espaciales que nunca lo trajeron de vuelta.
Viví aquí casi dos años, suficiente para saborear ambas versiones del pueblo chocando entre sí. Ceremonias indígenas y mercados orgánicos de un lado, menús sofisticados y productos extranjeros del otro. Ambos verdaderos, contradictorios, sostenidos por las mismas montañas. Para mí, Tepoz carga otro peso. Se suponía que iba a ser el último viaje de mi madre, pero nunca lo realizó. Traje sus cenizas en su lugar, esparciéndolas donde los riscos se sienten eternos, donde el valle se abre como un abrazo. Será por siempre un lugar de peregrinación sagrada.



Gracias Santi por compartir tan hermoso escrito. Recordè aquel increible retiro en tan bello lugar, con personas tan increibles✨️ Que ganas de volver✨️
Muy interesante y bello escrito. Para siempre sitio sagrado donde las cenizas de tu mamá reposan en su último viaje terrenal.